Lobos
tróspidos
Tengo
que reconocerlo: me encanta
¿Quién quiere casarse
con mi hijo? y lo peor
es que no puedo hacer nada por evitarlo. De toda la basura que se
emite en televisión (y mira que hay) este es mi programa favorito.
Por
si queda alguien que no sabe en qué consiste, esta sería la versión
oficial: hay unas madres preocupadas porque sus hijos siguen solteros
y deciden ir a la televisión para buscarle una novia a su vástago
entre la recua de candidatas que proporciona la productora después
de un cásting memorable.
Abro
paréntesis. Como, gracias a Zapatero, España es un país moderno,
ya hace una par de ediciones que entre los candidatos el programa
incluye una cuota homosexual, de forma que en este país la
orientación sexual ya no es un obstáculo para hacer el ridículo en
televisión. Cierro paréntesis.
Buscar
una novia a un chico de 20 años, decía, es el pretexto oficial del
programa, pero la verdad es que el fondo de ¿Quién
casarse con mi hijo? es
otro muy distinto y podríamos encontrarlo en el Lupus
est homo homini de
Plauto ya que todo gira en torno al ensañamiento implacable, cruel y
despiadado con el congénere, porque aquí no hay dios que se salve
del escarnio público y
caníbal.
Todos
los personajes (las madres, los solteros, los candidatos) pasan
inexorablemente por la trituradora que primero los guionistas y
después los encargados del montaje preparan con un gusto exquisito,
de forma que al final de cada capítulo el resultado es el mismo: uno
acaba con las manos manchadas de sangre tras tuitear los grandes
momentos del programa y cuestionando las bondades del sufragio
universal.
Dentro
de cada uno de nosotros vive un Pol Pot.
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