Rigor
mortis
A
veces tengo la sensación de vivir con Francisco Marhuenda. El
omnipresente director de La Razón se ha convertido en el
icono de las tertulias (o tontertulias) políticas, aquéllas
que emponzoñaban el TDT en los años finales del zapaterismo
y que hoy se integran sin remedio en la parrilla de todas las
cadenas.
Esas
locas mesas de debate de la caverna digital, en las que se bebía
vino, se anunciaban detectores de radares y se llamaba “guarra,
puerca y zorra repugnante” a una consellera catalana por haber
editado una guía de educación sexual para adolescentes, han dado
paso a un producto de apariencia más refinada y mejor iluminación
pero con idéntico fondo: la intrascendencia a la hora de abordar la
actualidad política.
En
Antena 3, Telecinco o Cuatro utilizan más vatios en los platós y un
maquillaje menos tosco que en la caverna, pero el resultado es el
mismo: basta un vistazo a los tontertulianos para saber que es
imposible tomarse en serio programas como, por ejemplo, La sexta
noche: ¿qué rigor puede esperarse de un debate en el que el
presentador, micrófono en mano, se acerca a una somnolienta y
aburrida señora del público a la una de la madrugada para
preguntarle si le gustaría ser aforada “como el rey de España”?
Pues el mismo que de cualquier debate en el que participen Alfonso
Rojo, Eduardo Inda o Pilar Rahola: el rigor
mortis.
¿O
qué queda después de ver a Pablo Iglesias y a Esperanza
Aguirre acusarse de colaborar, respectivamente, con ETA y con el
régimen comunista chino, aunque ninguna de las dos cosas sea verdad
y todo se reduzca a grandes dosis de churrimerinismo? La nada
más absoluta: un par de trending
topics y alguna legaña
el domingo por la mañana.
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