Las
primeras entregas de la versión íbera de Pesadilla en la cocina
lo tenían todo para triunfar: el equipo de Alberto Chicote
recorría España buscando la grasa escondida en las campanas
extractoras de las cocinas con la excusa de ayudar a estos negocios a
salir a flote.
Después
de varias temporadas el formato ha perdido chispa y ya nadie se cree
que el programa tenga nada de altruista o didáctico (ni siquiera de
espontáneo) y capítulo tras capítulo se repite el mismo esquema.
El problema ya no suele ser la limpieza ni la propia cocina, sino la
evidente falta de profesionalidad de sus propietarios y empleados y
eso no se soluciona cambiando las sillas por unas más modernas,
rediseñando la carta o pintando las paredes de colores.
Esta
temporada, sin ir más lejos, se estrenó con el negocio que un
paracaidista (!) expulsado del ejército (!!) había abierto a las
afueras de un pueblo y en el que nadie sabía freír un huevo. El
problema, para los responsables de Pesadilla en la cocina,
eran las tensiones personales entre el propietario y el personal del
restaurante y no que nadie tuviera ni puta idea de cómo gestionar un
negocio, servir mesas o rebozar un calamar.
En
este país de servicios, Chicote pone en evidencia el carácter
chapucero del emprendimiento patrio: cuando uno no sabe qué hacer
con su vida hipoteca la casa de sus padres y monta un bar, un
restaurante o un chiringuito en la playa, contrata a tres
indocumentados para que frían patatas congeladas y espera ganar
dinero sin dar un palo al agua.
En
un mundo ideal, del mismo modo que los padres que llevan a sus hijos
a Hermano mayor no deberían haberse reproducido, todos los
locales que se prestan a este escarnio público nunca deberían haber
abierto sus puertas.
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publicat el 29 d'abril de 2015, a Levante-EMV.
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